Como cada día su andar cansino y parsimonioso le condujo hasta el dique seco que afeaba desde un rincón la belleza de aquel puerto que había sido su salvación el fatídico día de la última tempestad.
Se almacenaban en batería algunos barcos en espera de reparación, pero entre todos destacaba aquel velero que nadie entendió jamás como pudo arribar a tierra en vista del aspecto que presentaba. Se veía que era un velero bastante nuevo y bien cuidado, pero los destrozos causados por aquel contratiempo meteorológico hacía que todos los peritajes hubieran dado por finalizada su vida funcional y lo dejaran en espera de desguace.
También como cada día se encaramó a las cuatro tablas que quedaban de lo que fue una proa hermosa y fuerte que feliz surcó aquel mar inmenso al que tanto amaba; y como siempre empezó a recordar aquellas travesías en las que jugueteaban con las olas y sus rizos de espuma aprovechando las subidas para rozar tiernamente con sus mástiles aquel albo firmamento que en las noches plácidas contemplaba acariciando con los ojos todas y cada una de sus numerosas estrellas, que a sus ojos formaban parte de ese lienzo que jamás pintor alguno sería capaz de igualar.
Nuevamente ocurrió lo inevitable y rompió a llorar aquel llanto que mas parecía un quejido sordo, un grito llamado a expulsar por su boca la tremenda sensación de ansiedad que le inundaba el pecho anulándole incluso la capacidad para hablar. Allí permaneció hasta que la tristeza extrema del atardecer le obligó a abandonar el lugar.
Pero aquella tarde ocurrió algo que aún le apenó más: cuando se iba se cruzó con dos hombres y escuchó decir a uno de ellos:
- Mañana empezamos con ese (dirigiendo su mirada a su velero, ese que formaba parte de él).
- Es una pena, dijo el otro, todavía no era lo suficientemente viejo como para dejar de navegar. ¡ Que pena tener que desguazarlo ¡
Y con esas frases gravadas en su mente y en su corazón emprendió el camino, ese habitual y amargo camino hacia ninguna parte que solía frecuentar en los últimos días.
Al alejarse pudo ver los nuevos barcos a punto de salir de los astilleros y pensó en los capitanes que a partir de entonces se abalanzarían hacía ese mar que había sido suyo para tratar de conquistarlo. No solo sintió una profunda envidia insana, sino que despertaban en él toda la poca capacidad de odio que aun le quedaba. Este bilioso sentimiento acrecentaba más aún en él la desesperación y el sufrimiento que ya le acompañaban. Todo su deseo era conseguir alcanzar un estado de indolencia total, pero le resultaba absolutamente imposible.
Por el camino se encontró con viejos amigos que aún le saludaban efusivamente; pero él, intentando disimular a duras penas su verdadero sentimiento, acortaba lo más posible el encuentro en su afán por penetrar en la bruma que se divisaba a lo lejos para perderse en ella y no ver ni ser visto por nadie; aquella bruma que más semejaba ser unos lúgubres humos fugados de alguna triste factoría.
Cuando se encontró en medio de aquella tétrica y húmeda atmósfera se sentó sobre una fría piedra. Sin saber por que, se le vino a la cabeza la vieja historia que alguna vez le contaron sobre aquella muchacha de origen suizo que, al parecer, había padecido algún percance en las aguas de Mar del Plata, y se sentía identificado con ella sin razón aparente. Recordaba que era escritora o poeta o algo así, pero al no poder recordar más abandonó su pensamiento para a duras penas continuar su dolorosa peregrinación hasta su sórdido refugio donde había decidido arrinconarse para siempre.
Una vez en su agujero procedió a sentarse para dedicarse exclusivamente a ver pasar los días; a contar las puñaladas que en forma de minutos y segundos atravesaban el corazón de su alma, ya sumergida en un acelerado proceso de licuación.
De aquel todo que en su día fue lo más hermoso que se podía vivir sabía que tan solo había sobrevivido el mar, que continuaba lejos de él derrochando belleza y jugando alegre con sus rizos a iluminar la vida de los demás seres humanos y la suya propia. Esto no le molestaba, pues seguía amando aquél inmenso y ondulante espejo azul. Sabía que el mar era mucho más fuerte que él.
De su boca, inconscientemente, tan solo salían de cuando en cuando unas breves y lastimeras palabras que sollozaban:
- ….ya no puedo navegar….ya no puedo navegar…, ya no amanecerá…-