A él le perdían el güisqui, la cerveza y cualquier cosa que le permitiera aspirar humo, cualquier tipo de humo. A ella también.
A él le volvía loco el helado, de cualquier sabor, aunque tuviera debilidad por el de chocolate. Lo cierto es que los chocolates habían sido una presencia fiel durante toda su vida. Ella compartía lo de los chocolates, pero algo menos lo de los helados.
A él le encantaba cubrir con helado el cuerpo de ella para después ir recogiendo con su lengua y con sus labios las gotas que chorreaban del dulce al derretirse. A ella se le nublaban los sentidos cuando él lo hacía.
No era la primera vez que paseaban por aquellos montes que rodeaban la pequeña aldea de Monteliso, aunque en esta ocasión decidieron tomar un camino por el que nunca habían ido antes. Estaba sembrado de guijarros y pasaba junto al minúsculo cementerio. Debido a que él se había olvidado de ponerse el calzado adecuado para caminar tenía los pies doloridos, por lo que decidieron parar unos momentos para recuperarse. Fue entonces cuando ella le dijo:
-Tino, ya sabes que adoro el arte. Es posible que ese pequeño cementerio contenga cosas bellas, y el candado esta abierto, ¡vamos a entrar, venga!.
-De acuerdo, mi reina, contestó él.
Dentro del recinto tan sólo había una docena de tumbas de las cuales cinco acogían a varones, de los que cuatro llevaban el nombre de Florentino.
-Pili, vámonos que a mi esto me esta dando mal rollo.
-Tienes razón, mucho tocayo tuyo hay por aquí.
Salieron de allí y entre risas emprendieron el camino de regreso a la aldea.
-Cariño, ¿has conocido mucho Florentino por aquí?.
-Que va, Tino, el único que conozco eres tú.
-¡Hay que joderse, será que por aquí solo se mueren los Florentinos!.
-Vamos, tira, que esta tarde tenemos que ir de compras a Palomar.
Habían finalizado las compras en Palomar, pueblo más grande y centro administrativo de la zona, y se dirigieron a dar un paseo por la plaza de la localidad cuando él soltó:
-Mira, Pili, una fiambrera, ¡coño, parece que la cosa va hoy de muertos!.
El coche fúnebre pasó junto a ellos seguido por la comitiva que caminaba hacia la iglesia.
-Mi vida, ¿te imaginas que el fiambre se llamara Florentino?.
-Jajaja, sería la ostia, coleguita. Mira, en aquel escaparate han puesto una esquela, vamos a ver cómo se llamaba.
Como es de imaginar, el nombre de aquél que acababa de dejar de fumar era Florentino.
-Jajaja, ¡me cago en su puta calavera!, ¡esto es pa descoliflorarse ya del tó!.
-Esta visto que te quedan dos afeitados, cielo. Aquí los Florentinos son carne de cañón.
Subieron al coche para volver a la aldea y el breve camino fue todo un carnaval de risas.
Pocos días después caminaba ella por los soportales cuando oyó una voz femenina que la llamaba:
-¡Piliiiii!. Hola, cariño, ¿Cómo estás? no es por entrometerme, pero deberías ser un poco más cuidadosa, la gente está rumoreando mucho.
-¿Por qué?.
-No les parece bien que habiendo muerto Tino hace sólo cuatro días se te vea tan a menudo paseando por la plaza y con esa cara tan risueña.
-Por ser tú, te contaré el motivo: todos los días visito, mañana y tarde, la tumba de Tino. Le llevo las cosas que le gustan y paso un buen rato con él. Ya ves, sólo hago eso y me llena de alegría.
-Bueno, chica, si tú lo dices, en fin, adiós, me voy que me espera Paco.
La amiga se pasó toda la noche intrigada por la confesión de Pili, por lo que decidió hacer guardia en el cementerio para ver qué ocurría allí.
Efectivamente, a los pocos minutos de espera Pili apareció. Llevaba una bolsa de plástico transparente con una botella de Ballantines, varios botes de cerveza rubia y negra, algunos paquetes de Marlboro y un tetrabrick repleto de helado de varios sabores, aunque predominaba el chocolate.
Para no ser vista, la amiga esperó fuera pacientemente, hasta que después de un par de horas vio cómo Pili salía con la botella y los botes vacíos, unos cuantos paquetes de tabaco arrugados y el tetrabrick sin una sola gota de helado. Se le notaba al caminar que iba muy colocada, pero su cara estaba iluminada y feliz como no había visto jamás la cara de nadie. Aquella era la carita de una mujer absolutamente plena y satisfecha, a pesar de la enorme borrachera que se gastaba. Lo único que su amiga no podía apreciar eran los aromas de chocolate, nata y vainilla que emanaban de su piel.
Cuando se marchó, la amiga entró en el cementerio y se dirigió a la tumba de Tino.
Sobre la piedra quedaba abundante ceniza procedente de los cigarros, y se distinguían claramente manchas producidas por la cerveza y el güisqui derramados, pero, misteriosamente, resultó absolutamente imposible encontrar por ningún lado una mínima marca de helado derretido.
Del pecho de la amiga se escapó una frase: “¡Siempre la quiso mucho!”.