Verdes como olivas eran los ojos de Sara,
la bellísima travesti encargada de girar el tambor
de aquel pedazo de hierro oscuro y frío.
El coro de donceles vestidos de negro
y ojos pintados enmudeció por completo
cuando su ídolo, aquel oso veterano
de cuerpo tatuado,
y yo, demacrado y frágil como el cristal,
nos sentamos enfrentados cara a cara
a ambos lados de la mesa carcomida.
La humedad y la mugre se podían masticar
cuando tomé en mi mano la herramienta letal,
… no lo dudé, …contraje mi índice
y un clic seco denotó que el percutor
había golpeado en un hueco vacío;
… ni una gota de sudor recorría mi sien
al retirar de ella el cilindro helado.
Era su turno y sus ojos parecían a punto
de reventar por el exceso de riego,
océanos sudaba aquel cabrón
mientras Sara, llorando, cumplía su misión.
Agarró el arma como si pesara mil kilos,
… la miró tembloroso, … me miró
mientras la dejaba sobre la mesa;
… no tengo cojones, dijo casi sin voz,
mientras su boca babeaba serrín.
A partir de ahora dedícate a lo que sabes,
le espeté, asustar abuelitas en los parques
y alucinar a niñatos aprendices de malos,
y cuando me levanté tranquilo de mi silla
rompió a llorar como una plañidera siciliana.
Compartí taxi con Sara hasta su casa
sin mediar palabra, sólo un hasta nunca
y un beso cómplice al apearse,
yo continué camino a mi lugar.
Aquella madrugada dormí de un tirón
… con la correspondiente ayuda química,
… es decir, como todas las madrugadas;
… ¡hace tanto tiempo ya!.
(Tano)