Fue un error en el lubricado
lo que hizo que las sólidas bisagras
transcendieran el sensible límite
recomendado para el buen funcionamiento
de la dulce y obstinada entrada
que a la gloria daba acceso.
Tan suave su recorrido,
tan ausente de resistencia
y rápido en la respuesta,
que el suspiro sin aliento
de una brisa imaginada
cerró la entrada de pronto
como si fuese un mal viento.
Alguien lloraba dentro
sin darse cuenta
que la brisa no existía,
que no hay suspiros sin aliento,
que el destino de esa puerta
era la de dar paso
al llanto que quedó fuera.
Dirigiose hacia el lavabo
para enjugarse las lágrimas,
para verse en el espejo
y limpiar de grasa su mano.